Yakuza Like a Dragon. Imaginación, liminalidad y fantasía.

Hugo M. Gris
12 min readFeb 23, 2021

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Estos días he estado revisitando una vez más el primer Shenmue. En esta ocasión no soy yo el que juega, sino que, cuando se puede, espero a que Lucas tenga un huequito y me invite a pasear de noche por aquella Yokosuka de hace 20 años que no paramos de sorprendernos por lo contemporánea que se siente aún a día de hoy. Él juega y emite por Twitch, yo miro y comento por el chat (el sofá en tiempos del virus), y a veces nos lamentamos un poco por la manera en que el videojuego no terminó nunca de confiar en sí mismo como Shenmue demostró que se podía. No obstante, el tono general es de alegría absoluta y (re)descubrimiento, a pesar de esa deformación profesional que nos impulsa a verlo todo continuamente de manera diacrónica y a tener reservado un trocito de cabeza para pensar no tanto el qué sino el cómo estamos jugando a día de hoy. A cada bar, restaurante, callejuela, pelea o evento que nos sale al paso nos maravillamos por cómo todo el juego está lleno de gentes que no nos necesitan. Más bien es al revés, nosotros las necesitamos a ellas (en el sentido más amplio posible de la expresión), pero el caso es que están simplemente ahí, no tanto de fondo como alrededor de todo lo que hacemos, abiertas a que nos acerquemos, y nuestro interés salta continuamente entre lo que recordamos que fue este juego y lo que está siendo ahora, en este momento específico de nuestras vidas en que el tiempo de juego se comparte con el de intentar que sean otres quienes jueguen. Volver a Shenmue es importante, pero más aún hacerlo de esta manera: en público y, a ser posible, en compañía. Ser juntos, entre nosotros, pero también con el juego.

Soy consciente de que arrancar con este juego para hablar por enésima vez de Yakuza es un cliché, pero también creo honestamente que aún tiene lecciones que enseñar. Una de ellas, quizá la más importante, es esa que le leí a Victor Navarro (no recuerdo exactamente donde porque he traspapelado la cita, pero estoy casi seguro que es suya) en torno a cómo Shenmue descentraliza el tiempo de la jugadora. Esto es algo que perdió calado en la segunda y tercera parte, que te permiten «esperar» (acelerar) el reloj para provocar los eventos que se van encadenando en sus tramas principales, pero en el primero de todos, si alguien te dice que vuelvas mañana a las tres, no te queda más remedio que esperar a que el tiempo pase a su ritmo. Desde el lado de la jugadora esta necesidad podría verse como una imposición que va a contrapelo de un medio que tiende a la aceleración y la inmediatez, pero sería muy fácil de rebatir apelando a esta descentralización temporal como un cerco de protección a la vida ficcional de todas esas personas a nuestro alrededor. Shenmue siempre habló de sí mismo como una monumental simulación de cotidianidad y costumbrismo, pero nada de ello habría sido posible si no se hubiese limitado la capacidad que tenemos para influir en sus rutinas. Es parte del pacto de ficción: si queremos jugar a ser-con y vivir-con, hay que dejar que las demás sean y vivan. Las barberías cierran a las seis, los pubs abren a las siete, y si alguien tiene prisa, está cansado o ha bebido demasiado te va a decir sin pensárselo dos veces que, por favor, tengas la amabilidad de dejarle en paz.

Si la genealogía de Yakuza lleva perpetuamente a Shenmue es principalmente porque, aunque lo haga con mecanismos diferentes, el de esta saga también ha sido siempre un enorme espacio de coexistencia. Comparada con los lugares por los que ha ido pasando con el tiempo el juego de Yu Suzuki, Kamurocho, la ciudad sobre la que recae ese tema y repeticiones que lleva cultivando el Ryu Ga Gotoku Studio desde hace más de quince años, es un lugar mucho más violento, masivo y espectacular, pero igualmente rebosante de humanidad. Shenmue con su tiempo descentralizado, su rutina monumental y constelación de rincones personales; Yakuza con su espacio compartido, su idiosincrasia urbana y su cosmos de relatos independientes. La urbanidad en el centro de todas-las-cosas-Yakuza tiene mucho de esa forma de mirar la ciudad y la arquitectura como lugares en los que pasan cosas que yo intento cultivar, y que parece entenderlas, o al menos practicarlas, como un sistema relacional, una máquina de contingencias y choque constante entre realidades muy diversas. Kamurocho es uno de esos territorios de videojuegos que dan ganas de mirar y fotografiar, de pasear y compartir, pero sobre todo de vivir y experimentar. Pero también es eso que Mark Fisher acuñó como «recording system of violence» (cuando escribió sobre el hotel de El resplandor en su Lo raro y lo espeluznante), que viene a ser la capacidad de un lugar para registrar la violencia, la atrocidad y la miseria y reproducirlo de vuelta. Solo que aquí toda esa violencia, más allá de la corteza dura y evidente que lo cubre todo de peleas y dramatizaciones exageradas (y extremadamente disfrutonas), tiene mucho que ver con lo que significa sobrevivir a la alienación, la desconexión humana y la coacción institucional inscrita en el concepto de ciudad.

Like a Dragon, el enésimo Yakuza, enfrenta todo esto, además, desde su concepción como un nuevo comienzo. Antes vino Judgment, ese desvío momentáneo que permitió vivir Kamurocho desde el otro lado de sus crímenes y en el que ser, estar y habitar este espacio virtual adquirió una enorme profundidad humana a base de un ejercicio de posibilismo: ¿y si, por una vez, fuésemos alguna de esas otras personas con las que nos cruzamos por estas calles? ¿Y si Kamurocho fuese algo más que sus yakuzas? Judment y Like a Dragon son juegos transicionales, encajados entre los límites sobreexplotados de una franquicia muy prolongada en el tiempo y la voluntad de reinvención en aras de mantenerse relevante, algo que quizá tenga una dificultad añadida para unos juegos que siempre se han mantenido muy apegados a la realidad de la que provienen y a la que nunca han dejado de comentar. Yakuza, como juego, es una experiencia holística y una fenomenología violenta de la experiencia urbana contemporánea: un choque constante entre identidades, existencias, sueños y miserias. Lacina (a la que siempre acudo para encarar con garantía crítica esta saga) dijo que la humanidad de Judgment estaba en los cristales sucios y empañados de los escaparates, en el margen espaciotemporal que tenías para decidir cómo y hasta donde se incrustaba en las vidas que le rodeaban y en esa pregunta imposible de responder que siempre ha estado al fondo de estos juegos (y de cualquier juego que ocurra en el marco conceptual de ciudad): ¿Cómo pensar, evaluar y, sobre todo, jugar la experiencia y el significado de vivir en comunidad? De mi propio paso por Judgment, construyendo sobre el texto de Lacina, la única conclusión que pude sacar fue que a lo más que podíamos aspirar era a hacernos más y mejores preguntas, y que quizá fuese el momento de irnos a otras ciudades.

Eso mismo es lo que Like a Dragon propone. Quería contar una nueva historia, construir un nuevo protagonista, entretejer un nuevo elenco y encontrar u nuevo lugar en el que repensar, o al menos así lo creo, el paradigma de su violencia. El arranque mantiene los elementos canónicos de lo Yakuza: una traición, un estallido narrativo que afecta al presente, pasado y futuro de sus protagonistas y unos primeros pilares para unos arcos argumentales larguísimos. Pero aquí la dirección se invierte, porque la historia de Kasuga es una caída, un descenso al infierno contemporáneo de la deriva existencial y la desconexión funcional social en la que habita toda esa gente que, en este reinicio, abandona (al menos hasta cierto punto) el fondo de la imagen y pasa a estar en primer plano. El desarrollo de todos los demás elementos y conceptos de Like a Dragon derivan de ese primer disparo que el jefe de turno, que aquí es explícitamente una figura paterna (el liderazgo mafioso y masculinamente hipertrofiado siempre ha tenido un fuerte componente paternalista implícito en esta serie), le da a Kasuga en ese reencuentro del prólogo que ocurre después de que este último haya entregado un buen pedazo de sus años de vida a comerse una condena de cárcel para proteger a su no-padre. La amistad, el amor, la supervivencia, la rabia, la identidad, la interdependencia, la violencia, la masculinidad, la vulnerabilidad y todas las demás caras de la experiencia colectiva de la vida, todo aquello que somos cuando somos-con-las-demás, se resignifican desde el lugar que ocupa Kasuga en un mundo que ya no reconoce. Primero fue el desencaje temporal, el regreso a un mundo que en su aceleración le ha dejado atrás (que ahora tiene smartphones y ha decidido que hacerse una permanente en el pelo ya no se lleva). Luego fue el desencaje identitario, la pérdida de la familia y el propósito. A Kasuga lo tiran, literalmente, a la basura.

Una vez de vuelta a la vida, los primeros pasos por Like a Dragon son aprender la supervivencia más básica. Hay que buscar monedas bajo las máquinas expendedoras, recoger latas con una bici-carretilla, y buscarse un trabajo. Pero ahora estamos en Ijincho, muy lejos de Kamurocho, y aquí no pertenecemos ni emocional ni administrativamente. No tenemos casa, así que no tenemos dirección, así que no podemos rellenar el formulario de la empresa de trabajo temporal que es el centro del nuevo mundo de Yakuza. La tragedia contemporánea de Kasuga le da un nuevo sentido a esa idea de Yakuza como recurso tecnológico al servicio de la «exhaustividad», tal y como explica su mismo director en una entrevista para Archipel, Toshiro Nagoshi, y cristaliza como nunca en una idea de globalidad cósmica que no descansa en la escala o el impacto (al estilo «occidental»), sino en el cruce con la alteridad y en la noción de que todos estamos igual de hundidos en la mierda. Frente a todo este crecimiento conceptual y mundoficcional, no obstante, también hay una mudanza en el eje de sus sistemas de combate (sobre el que siempre ha caído una parte importante de su expresividad extravagante de coexistencia) hacia el JRPG (juego de rol japonés) que empezó como una broma y terminó por quedarse, y a la que se le pueden atribuir tanto la frescura manipulativa de Like a Dragon como todos los grandes problemas que tiene para manejar una parte muy importante de esa enorme alteridad que lo habita.

Demos un pequeño desvío. En Las cosas como son y otras fantasías Pau Luque, reflexionando sobre el encuentro entre ficción y moral, traza una diferencia capital entre dos maneras de mirar, entender y pensar la otredad: la imaginación y la fantasía. De esta contraposición escribe que «vendría a consistir en que en el caso de la primera buscamos que nuestras representaciones mentales encajen con el mundo, mientras que en la segunda buscamos que el mundo encaje con nuestras presentaciones mentales». La imaginación, una «forma de hacer política» y «ampliar el conocimiento de lo político» buscaría acercarse al mundo para conocerlo, y la fantasía una forma de «preconcebirlo, construirlo para nuestros propósitos e intereses». Yakuza siempre ha sido un campo de batalla entre estas dos formas de construir ficciones, en el que ambas caras de la cuestión han existido con muchísima intensidad: una gigante fantasía de poder y una profunda imaginación de compañía. Jugar imaginativamente es descubrir a le otre, jugar fantasiosamente es utilizarlo y negarle una existencia propia. En Like a Dragon hay un cariño inmenso por esa realidad sociocultural urbana de la que siempre viene y a la que siempre regresan estos juegos, pero lo importante siempre es cómo y desde dónde se mira al mundo. Cambiando Kamurocho por Ijincho, a Kiryu por Kasuga y al protagonista único por un grupo que afronta los nuevos peligros en cuidándose y acompañándose, Like a Dragon puede abrir su espectro existencial para que, por fin, su relato urbano pueda centrarse en cómo la ciudad devora a sus hijos, pero la manera en que todo está mediado por unos nuevos sistemas de juego aún más rígidos y sobredimensionados hace que toda la obra dé continuos bandazos.

Volviendo a aquella descentralización existencial del principio del texto, el Like a Dragon imaginativo teje una red de misiones secundarias que nos salen al paso continuamente para pedirnos ayuda, consejo o la simple compañía. Kasuga acaba muchas veces en fregados por el simple hecho de que está en su naturaleza interesarse por los demás y echar una mano siempre que pueda, y la mayoría de gente con la que te cruzas está en una situación muy similar a la tuya: simplemente quieren sobrevivir, conectar emocionalmente con la gente alrededor y tener una vida digna; vender su kimchi, encontrar el mejor regalo para su hijo, recaudar fondos para la operación de un hermano. Por contra, el Yakuza fantasioso pokemoniza la mezcla burbujeante de identidades que arman el relato de toda ciudad, y encierra el espectro existencial de todos los antagonistas en 252 tipos de contrincantes a partir de rasgos muy dispares. Los enemigos son borrachos gordos, sintechos famélicos, otakus exaltados, músicos callejeros, culturistas inyectados, viejos verdes, inmigrantes (negros) armados, presos fugados, hippies new age… Like a Dragon es al mismo tiempo capaz de manejar la complejidad de lo que significa tener que reconstruirse a une misme emocional y afectivamente en un mundo empeñadísimo en categorizarnos según criterios arbitrarios y deshumanizantes, y de simplificar todo su paisaje identitario haciendo precisamente eso. Y, entonces, una de esas preguntas inevitables que surgen de la evaluación de la ciudad en Like a Dragon es si acaso es posible crecer sin soltar lastre. Si, como le pasó a la pretensión de hacer un Shadow of the Tomb Raider anticolonialista o un The Outer Worlds anticapitalista, Yakuza puede seguir siendo todas las cosas que quiere ser o va a tener que decidir en algún momento quedarse con alguna de ellas.

Así, diría que Yakuza está inmersa en una inevitable condición de liminalidad: un proceso de desorientación y ambigüedad que ocurre en medio de una transformación (como parte de un «rito de transición»), en el que no se tiene ya el estado pre-ritual pero tampoco se ha alcanzado un nuevo estado tras completarlo. Un juego atravesando su propio umbral, lleno de sombras prolongadas en el espacio de su incapacidad por resignificarse en verdadera profundidad. Una liminalidad en forma y fondo, porque dentro del juego emerge por todos los rincones de ese momento vital que Kasuga, sus amigues y cohabitantes atraviesan como comunidad, pero a su alrededor provoca un perpetuo rozamiento entre la vocación humanista de este monumento virtual urbano y su aparente necesidad de humanizar a tanta gente para poder justificar que nos peguemos, como si de no hacerlo corriésemos el enorme peligro de no divertirnos. Dia Lacina imaginaba un Judgment sin combate, que tratase sobre comida, sobre cómo los lugares se construyen e interpretan físicamente o sobre el lugar que ocupan las mujeres en Kamurocho; en muchos momentos sentí que Like a Dragon quería hacer todo eso, como si lo hubiese leído, saltándose la parte del «sin combate». Y entonces volvía a mi propio texto sobre Judgment, a cuando escribí que te dejaba echarte una birra en el parque y romperle las piernas a un ministro, sin tener que elegir, como si aquello fuese una virtud. Hoy, después de Like a Dragon pero también de muchas otras cosas más (tiempo, pandemia y más juegos y conversaciones), estoy mucho más cerca de la postura contraria. Es necesario elegir.

Porque jugar a Like a Dragon es vivir, caminar, sufrir, luchar y mirar como Kasuga, desde su minúsculo lugar en un mundo y con la conciencia absoluta de que solo podremos salir adelante si nos continuamos, dejando que los demás sean para que, en caso de que logremos encontrarla, la nueva vida merezca la pena ser vivida. Es imaginar como él imagina, querer cómo él quiere, tener los brazos abiertos como él los abre valiente y empecinadamente a un mundo que no para de golpearle en la cara. Es difícil, casi imposible, encontrar juegos que hablen sobre la sistematización del trabajo y la explotación, la deshumanización institucional y la deriva existencial sin que hagan lo propio desde sus sistemas de juego; que no te empujen a colonizar las vidas, los entornos, los cuerpos y las identidades ajenas. Kasuga no es Kiryu, y Like a Dragon no es uno de esos viejos Yakuzas atrapados en la rigidez de sus planteamientos como dramas que ocurren en un microsistema social jerarquizado al margen de la realidad social. Kasuga se apoya en los suyos, les escucha, les dice que les quiere y entiende que el tejido afectivo es el único capaz de mantenernos unidos en tiempos cada vez más adversos. Y Kasuga llora a moco tendido, desesperado porque entiende que llegado el momento decisivo los puños no sirven. A fuerza de imaginar a los demás, acaba por entenderlos demasiado, y lo único que le queda es creer que todes podemos hacerlo quizá no mejor, pero sí de otra manera. Ojalá, algún día, Yakuza también se lo crea.

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Hugo M. Gris

Como el color. Arquitecto. Crítico. Videojuegos, arquitectura, cultura y ciudad. Ruta Z̡͊ę̢̛̥̮͒̃͑r̘͎̃͂͒͜o̲͇͔̓̀̏ ☭